Mentiras piadosas

 

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Puesta en escena.
La chica se acerca sigilosamente con mirada penetrante.
Sonríe con una mueca picara.
Con sus labios pintados, su rojo sangre.
La mira de arriba abajo tras sus gafas de sol.

Ella espera impaciente a alguien que tal vez nunca aparezca.
Lleva una carpeta repleta de dibujos suyos. La agarra con fuerza.
Mira el suelo fijamente, ciegamente.
De vez en cuando respira con la boca, cuanto más aire mejor.

Se acerca tanto que la tiene de frente.
Le tira el humo de una bocanada.
Se le acerca tanto que sus ojos se le clavan como un cuchillo en la piel.
Una serpiente a punto de engullir un ratón.
“Él no va a venir.”
Rio en una carcajada.
Engulló su tragedia en una calada.
“¿De verdad creías que iba a venir?”
De nuevo la risa malévola.
“Y dime, ¿quién creías que iba a venir, tu primo?”
Tiro el cigarrillo al suelo y mientras lo aplastaba con la punta de sus Vans, acabó:
“Eres la puta mierda personificada”.

No podía apartar la mirada del suelo.
No podía respirar a menos de 10 centímetros de ella.
Se maldijo por dentro cuando se dio cuenta que con quien había estado wasapeando era con la mayor arpía del instituto. Que no había ningún David que se interesara por sus dibujos, ni por su escritor favorito, ni que sus ojos le parecían preciosos, lo único que había dejado ver de ella en aquella foto de perfil.
No podía pensar con claridad. No podía responder. No podía hacer nada.
Ni tan solo cuando ella se alejó. Ni cuando empezó a llover. A diluviar.
Simplemente el aliento, la mirada inquebrantable a la que no había osado interrumpir con la suya, las palabras que parecían salir de la boca de una serpiente de aquella chica, la dejaron tan helada como la lluvia que le penetraba en la piel, pero que no conseguía volverla a la realidad.

Hasta que finalmente se dejó arrastrar por la consciente razonable que le ordenaba volver a casa. Y cabizbaja llegó a puerto firme.

Él con las mil y unas dudas llegó una hora más tarde. Él con el puño encogido consiguió llegar a ese parque donde esperaba encontrar una chica maravillosa.
Así que bajo el paraguas se situó bajo un árbol, miro a su alrededor, pero nadie había en aquel lugar. Lo sabía -se dijo- no le he gustado lo suficiente. O tal vez – continuo la parte más optimista- al ver que no aparecía y con la lluvia que cae se haya marchado a su casa. Joder, que puta mierda. ¡Eres una puta mierda! -empezó con su discurso destructivo otra vez-. ¿Por qué querría volver a hablarme ahora? ¿Porque querría quedar con un tío que se piensa que la ha dejado plantada? ¿Por qué tuve que creerme a esa imbécil? ¿Por qué le haría caso a la jodida esa?
– ¡JODER!
Gritó tan alto que los pájaros escondidos en las copas de los árboles para protegerse de la lluvia salieron volando. Y sus alas le recordaron sus ganas de libertad.

Y esa jodida arpía estaba en su casa tranquilamente hablando por teléfono. Riéndose y llenándose de las tragedias de los demás. Las que ella minuciosamente había elaborado con su cabecita. Dicen que la curiosidad mató al gato, a ella lo hizo la envidia. La peor envidia y la más abundante de este mundo.
La jodida arpía salió al balcón a fumarse su décimo cigarrillo. Más vacía que nunca.

Final de puesta de escena.

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